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Irene Cuadrado

Cuadros, testigos de búsquedas

Hay mucho más de lo visible en los cuadros de Irene Cuadrado pero, a la vez, lo que vemos es lo justo y necesario como para vislumbrar el pozo de ideas que la materia pigmentada ancla ante nuestra vista. Sus obras nos abren un camino poco transitado entre elementos conocidos. De repente un pato de goma se transforma en una investigación sobre la sociedad, sobre la diferencia que encontramos en la repetición y sobre la identidad individual enfrentada a la de masas. Todo esto lo logra Cuadrado a través de un hondo cuestionamiento del lenguaje que domina con una extraordinaria soltura, ofreciendo un diálogo pictórico emocionante.

Los mejores cuadros nos cautivan a primera vista y luego ejercen tal fuerza magnética que estamos hechizados por lo que se mueve bajo la superficie; son aquellos que nos piden indagar más en la poderosa fuerza del lenguaje visual. Cuando vi uno de los Montones de Cuadrado por primera vez, así fue mi reacción. Frente a la representación de algo tan cotidiano como es un montón de ropa, sentí removerse una profundidad cautivadora que convirtió lo común en monumental. Ver varios juntos hace que la monumentalidad siga creciendo y en los Frisos para Hestia el crescendo se acerca al cénit de esta serie; una indagación plenamente consciente de ser una lucha de la mente y de la mano desarrollada en el terreno de la materia pictórica.

Los Montones son tanto retratos de familia, universales y particulares, como atrevidas búsquedas formales. Un retrato es fundamentalmente una investigación sobre la relación entre pintor y pintado, incluyendo lo que forja esa relación y las convenciones que infiltran y construyen el lenguaje usado. Entendido de esta manera, las bolsas de pigmento son retratos del exceso en la pintura a través de una de sus herramientas más fundamentales, el color.

Montón de pigmentos presenta una llamativa masa de colores coronada por unos sobres que nos precipitan a las cuevas de Altamira, un viaje hacia los fundamentos de la pintura. Quedamos enfrentados con la paradoja, no exenta de cierta ironía, de que hoy en día hay que emplear el exceso para representar la sencillez. De nuevo, Cuadrado nos lanza con maestría en un vuelo pictórico e intelectual que nos permite seguir su propia búsqueda a través de un terreno rugoso, retador y estimulante, lleno de tierras de colores.

Ocasionalmente los títulos nos ofrecen claves para emprender nuevos viajes, pero son faros prescindibles. Las obras se expresan sin necesidad de apoyo. Un giño a Zygmunt Bauman o una referencia a la mitología griega son simplemente notas adicionales que apuntan al amplio proceso de exploración que sostiene el ambicioso trabajo de Cuadrado.

Si uno de los pilares de la pintura es la supuesta dicotomía entre forma y contenido, el otro es el complejo equilibrio entre imagen e idea. Ambas problemáticas señalan las verdaderas entrañas de la representación pictórica. Cuadrado tiene la valentía de indagar en ellas, logrando cuadros que son a la vez testigos de una inagotable búsqueda y frutos completos en sí mismos.

Elina Cerla

Pintora e investigadora independiente

 

 

Cuando miras al sol o a una luz, su imagen vuelve a aparecer si cierras los ojos. Con los cuadros de Irene Cuadrado me ha sucedido lo mismo después de verlos, una y otra vez soy capaz de disfrutarlos sin necesidad de volver a tenerlos delante. Si duda esto no me ocurre a menudo, sólo cuando veo algo excepcional, y la exposición que vamos a contemplar en la sala UNED de Calatayud lo es.

Como en la de otros tantos artistas, la vida de Irene se debate entre dos amores, la familia y la pintura. Ambos son necesarios pero en ocasiones difíciles de conciliar, sin embargo ella siempre ha tratado de integrarlos en su trabajo. Prueba de ello son los retratos que ha ido realizando de sus hijas en distintas facetas de la vida: en el río, durmiendo, en un columpio o simplemente observando al espectador. A quien no los conozca le invito a que se sumerja en internet y disfrute de ellos aunque sea a través la pantalla.

En esta muestra la pintora conceptualiza esa conexión entre familia y pintura. Los retratos ya no son de sus seres queridos sino del rastro que deja el día a día en la convivencia: juguetes por el suelo, patitos de goma, montones y más montones de ropa. Pero lo que podría ser casi un paisaje apocalíptico Irene lo trata con dulce compresión, encontrando el orden dentro del kaos, como si después de la tempestad siempre llega la calma, el hogar. En estas obras existe un homenaje al velado a otros grandes pintores que como ella trabajaron las telas: Tiépolo, Zurbarán, Lucian Freud… todos, de una manera u otra, inspiran a la artista  en su creación.

Otra referencia más evidente al mundo de la pintura son sus obras de pigmentos. Como si de un árbol genealógico se tratara éstos se nos presentan en pequeñas bolsas cuidadosamente ordenados y nos hablan de la evolución del color, desde los primigenios tierras de Altamira hasta los excesivos flúor que se utilizan hoy en día. El contexto temporal del que nos habla es tan amplio como la misma historia, por lo que estas obras se nos presentan con tempo pausado y toque minucioso, degustando cada paquetito de color como si de una golosina se tratara.

Pero ¿qué tiene la obra de Irene para que nos atrape de esta forma?

Sin duda lo primero que llama la atención es su maestría a la hora de tratar el color, tiene la capacidad de manejar infinitas gamas de colores quebrados y redefine con distintas intensidades lo que a priori entendemos como color blanco.  Los planos que conforman cada cuadro se superponen unos sobre otros de manera  limpia y natural, creando imágenes sinceras de una absoluta verdad. Los espacios vacíos, como suelos o paredes, participan en la obra siendo un valor necesario, y contrapesan  las explosiones de forma y color protagonistas. Con esto y con mucho más Irene consigue lo inalcanzable para la gran mayoría de los mortales, pintar lo que no se ve.

Eduardo Lozano Chavarría

Director de las Salas de Exposiciones de la UNED de Calatayud